Capítulo 1

—Esta es tu casa ahora.

El recuerdo más antiguo de Diana era la espalda de su madre mientras soltaba su mano y se alejaba. Ese fue el día en que supo que tenía padre.

—¿Eres mi hija?

Su padre biológico, el vizconde Sudsfield, tosió con torpeza, ante un inesperado «error» del pasado. Su esposa y su hijo quedaron igualmente desconcertados. A diferencia del vizconde, quien había comprado su título nobiliario con una fortuna ganada como comerciante, ellos eran nobles de nacimiento y despreciaban a los hijos ilegítimos.

—…No tenemos opción. Pasa.

Por miedo al escándalo, los tres la acogieron de mala gana, prefiriendo mantener un peligro potencial dentro de la mansión en lugar de afuera.

Aunque fue aceptada en la mansión, la familia dejó claro su descontento, y los sirvientes trataron a Diana con desdén. De una habitación de invitados en el segundo piso, la trasladaron a las dependencias de servicio en el primer piso. De estas, la relegaron al almacén del anexo. Diana no tardó mucho en convertirse en una figura insignificante en la casa Sudsfield.

Pero Diana no murió. Logró sobrevivir y crecer.

Cuando Diana cumplió veinte años, ocurrió algo inusual.

—He oído que hoy hay un invitado importante. Quizás consigamos algo de comida que haya sobrado.

Ese día fue diferente. La mansión bullía desde el amanecer, y la propia vizcondesa acudió a insistir en que Diana se quedara en el anexo todo el día.

«No quiere que el invitado me vea».  Diana asintió con desgana y se acurrucó en el patio trasero del anexo. Miró la bola de polvo en su regazo, quejándose de hambre, e inclinó la cabeza.

—Por cierto, ¿qué eres exactamente? He oído que los espíritus no parecen... bolas de polvo.

La bola de polvo, tendida flácida sobre su regazo, reaccionó indignada.

Cuando Diana sopló sobre él, éste agitó sus extremidades y se aferró a su falda.

Luego, entró a escondidas en la cocina a ver si quedaba algo de comida.

—Que nadie te vea. Si vuelves sano y salvo, te daré un poco. ¿Entiendes? Bien. —Diana sonrió y le hizo cosquillas a la bola de polvo con el dedo.

De repente, sopló un viento fuerte. Diana agarró la bola de polvo, que estaba a punto de ser arrastrada por el viento, y cerró los ojos con fuerza.

—¿Eh? 

Fue entonces cuando un extraño aroma le llegó a la nariz.

Diana abrió los ojos de par en par ante la fragancia agradable y desconocida. Instintivamente giró la cabeza hacia el origen del viento. Y la vio de pie bajo la luz del sol.

—¡Guau! —La exclamación se escapó de los labios de Diana.

El cabello plateado, como la nieve caída, ondeaba y brillaba blanco bajo la luz. Esos ojos, del color del cielo, estaban abiertos de par en par por la sorpresa. Diana admiró la belleza de la desconocida. Su madre era una belleza reconocida en su pueblo, pero no poseía una nobleza innata como la suya.

La mujer, aparentemente sobresaltada por algo, se quedó quieta un momento antes de acercarse a Diana.

—Hola.

Los ojos azules de la mujer, contra el ventoso jardín de fondo, se curvaron suavemente. Se recogió el pelo tras la oreja y sonrió.

—¿Puedo preguntar con quién estabas hablando hace un momento?

En ese momento, el corazón de Diana latía fuerte.

Diana pensó sin comprender, oyendo el fuerte latido de su corazón en sus oídos.

«Ah, quizás así es como se siente enamorarse».

Este fue el primer encuentro entre la Primera Princesa Rebecca Dune Bluebell y Diana Sudsfield.

Cinco años después, Diana, arrodillada ante Rebecca, reconoció con amargura que la emoción de entonces era solo una huella.

—…Así pues, Diana Sudsfield, culpable de intentar envenenar a la emperatriz, es condenada a decapitación.

El mazo del juez golpeó con fuerza, resonando como un trueno.

Diana miró fijamente a Rebecca, sentada en lo alto del trono, mirándola impasible.

—Su Majestad…

El día que conoció a la princesa Rebecca en la mansión de Sudsfield, Diana quedó cautivada al instante y la sirvió voluntariamente.

Rebecca, aunque cruel por naturaleza, era benévola con su gente. Diana aprendió mucho gracias a Rebecca.

Aunque solo quedaban cinco tipos de elementalistas, existía la historia de una elementalista oscura en textos antiguos. Descubrió que la bola de polvo que creía que era solo polvo era en realidad un espíritu oscuro de bajo nivel llamado «Hillasa».

Con el apoyo de Rebecca, Diana se entrenó y se convirtió en una formidable espadachina. Una espadachina ciega que obedecía la voluntad de Rebecca sin cuestionarla ni dudarlo. Esa era Diana Sudsfield.

—Eres especial, Dian. Y algo especial con raíces poco claras puede fácilmente considerarse extraño.

Rebecca le advirtió que no revelara que era una elementalista oscura hasta que se encontrara evidencia sólida debido a la naturaleza violenta de los espíritus y su aura algo monstruosa.

Durante los últimos cinco años, Diana vivió a la sombra de Rebecca. En apariencia, se hacía pasar por una hija ilegítima que tuvo la suerte de convertirse en su criada, pero en secreto, luchó en innumerables batallas y eliminó a los enemigos de Rebecca.

Finalmente, el día después de que Rebecca ascendiera al trono, Diana fue repentinamente acusada de intentar envenenar a la nueva emperatriz y luego se la llevaron a rastras.

—¡Se ha informado de que usas poderes nefastos! ¡Sigue así sin quejarte!

Sin pruebas concretas y con el veneno desconocido hallado en la taza de té de la emperatriz al día siguiente de su coronación, todo parecía pura coincidencia. Diana fue encarcelada sin posibilidad de explicaciones.

—¡¿Qué es esto…?! ¡Por favor, déjame ver a Su Majestad! ¡Su Majestad!

Atada con ataduras mágicas, todo lo que Diana podía hacer era agarrarse a los barrotes y gritar.

Al principio, estaba confundida, pero no demasiado preocupada. Después de todo, Rebecca había sido la primera en reconocer sus poderes y la había acogido bajo su protección.

La inquebrantable lealtad de Diana era bien conocida. Seguramente, la princesa Rebecca, ahora emperatriz, vendría a verla, furiosa porque su doncella había sido maltratada.

Diana esperaba a Rebecca con esa convicción. Pero pasaban los días y Rebecca no llegaba. Ni siquiera le enviaron una carta.

Finalmente, cuando Diana ya no pudo contener su ansiedad, la llevaron a la sala del tribunal. Y allí, se encontró con la mirada indiferente de Rebecca desde el asiento más alto. Diana sintió un nudo en la garganta al ver la mirada desconocida y distante de Rebecca.

—Dijiste que no me dejarías sola…

Sabiendo que estaba asustada y ansiosa, Rebecca la acogió y le prometió cuidarla.

«¿Por qué no viniste? ¿Por qué... me dejaste sola?» El resentimiento se arremolinaba en su mente, pero un miedo inexplicable le impedía hablar.

Mientras Diana permanecía en silencio, una fría pregunta cayó sobre su cabeza.

—¿Por qué lo hiciste?

Diana contuvo la respiración. Lo había oído, pero no podía creerlo. Su mente rechazaba la realidad.

Ahora, ¿qué…?

—Te pregunté por qué lo hiciste.

Pero sin darle tiempo a recuperarse del shock, la pregunta volvió a aparecer como para confirmarla.

No se trata de “Explícate” o “¿Es cierto que lo hiciste?”

¿Por qué lo hiciste?

En el momento en que levantó la vista y se encontró con los ojos de Rebecca, Diana se dio cuenta instintivamente.

Ah.

Una risa hueca escapó de sus labios.

«Fuiste tú».

Rebeca le hizo esto. Era como meter a un perro de caza en una olla después de la cacería. Ahora que se había convertido en emperatriz, no necesitaba que nadie se encargara de su trabajo sucio. Los ojos de Rebecca, que siempre la miraban con cariño, estaban desprovistos de toda emoción.

Al darse cuenta de que Rebecca ya la había descartado, Diana perdió las ganas de explicarse y guardó silencio. Estaba acostumbrada al abandono. Su madre lo hizo, y su padre también.

Rebecca, observándola, torció los labios con una sonrisa amarga.

—Ni siquiera pones excusas. Ya basta. ¡Lleváosla!

Incluso mientras se la llevaban a rastras, Diana se negó obstinadamente a mirar a Rebecca. Rebecca tampoco se movió de su posición.

Fue un final parecido a una despedida.

La puerta de la celda se abrió con un crujido escalofriante. Un guardia arrojó bruscamente a Diana dentro y escupió.

—Pensar que intentaste asesinar a la emperatriz. Deberías agradecer que Su Majestad te haya acogido, desgraciada desagradecida. —La miró con desdén, masculló algunas maldiciones más, cerró la puerta con llave y desapareció por el pasillo.

Diana, forcejeando sobre el áspero suelo de piedra, se levantó lentamente, moviendo sus extremidades raspadas. Con las manos atadas a la espalda, le costaba mantener la cabeza erguida.

—La vida es impredecible. Nunca pensé que la señora que me encarceló acabaría compartiendo la celda contigua a la mía.

Una voz familiar le atravesó los oídos, llena de sarcasmo. Diana giró la cabeza. A través de los barrotes, unos ojos oscuros la miraban fijamente.

El hombre moreno, completamente maltratado, estaba fuertemente inmovilizado en la celda contigua. Tenía grilletes en las muñecas y los tobillos. Aunque estaba en peor estado que ella, aún emanaba de él un aura extraordinaria.

Diana frunció el ceño levemente, notando la falta de hostilidad o intención asesina en sus ojos.

—...Príncipe Kayden.

Kayden Seirik Bluebell. Fue el mayor obstáculo para que Diana pusiera a Rebecca en el trono. Era un poderoso elementalista de luz, casi tan fuerte como los cinco elementalistas originales.

—¿Considerarías servir bajo mi mando, Lady Sudsfield?

La única persona, además de Rebecca, que mostró su genuino interés humano.

Kayden, al observar el rostro sin vida de Diana, chasqueó la lengua.

—Qué mal estás. Deberías haber acudido a mí cuando te lo pedí. Ahora da igual.

Su tono era amable, y su voz y expresión eran relajadas. No era lo que se esperaría de alguien en esta situación por su culpa.

Diana, mirándolo con la mirada perdida, movió inconscientemente sus labios resecos.

—Su Alteza, ¿por qué no... me odiáis?

La pregunta se le escapó sin pensar, pero era sincera. A pesar de haberlo arruinado por Rebecca, sus ojos no mostraban rastro de odio ni resentimiento.

Kayden inclinó la cabeza y entrecerró los ojos.

—Odio, eh ... No sé. —Murmurando como si no estuviera seguro, pronto sonrió con serenidad—. Es extraño. Dada la situación, debería intentar matarte. Pero no me apetece. Desde que nos conocimos, no me causaste ninguna mala impresión. De hecho... —Su voz se fue apagando y terminó con una carcajada—. Me gustabas. Quería que fuéramos amigos.

—Ajá. —Inconscientemente, Diana soltó una risa hueca. Al mismo tiempo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Amigos.  La primera vez que escuchó esa palabra, le dolió el corazón como si lo estuvieran aplastando.

La persona a la que dedicó su vida la abandonó. Sin embargo, aquel a quien evitaba, pensando que no debía acercarse, le ofrecía la mano incluso ahora. Era demasiado gracioso y demasiado doloroso.

—Jaja. —Diana rio y lloró a la vez, con lágrimas corriendo por su rostro. La tardanza en comprenderlo y el arrepentimiento le pesaban en el pecho, dificultándole la respiración.

Al verla reír y llorar como una loca, Kayden pareció aturdido. Instintivamente, se movió como si fuera a cruzar los barrotes.

—No quise hacerte llorar. No llores, milady.

Kayden estaba casi cómicamente desconcertado; sus ojos oscuros reflejaban incomodidad y preocupación. Costaba creer que este fuera el hombre al que una vez llamaron príncipe loco.

Entre risas y lágrimas, Diana susurró:

—A mí tampoco me disgustabais. Es extraño. Si hubiéramos podido ser amigos… ¿las cosas serían diferentes ahora?

Los ojos de Kayden vacilaron levemente; una miríada de emociones indescriptibles se agitaron en ellos. Pero Diana no llegó a oír su respuesta.

En ese mismo momento, los soldados irrumpieron en la celda y sacaron a Kayden para ejecutarlo.

—¡Lleváoslo!

A la mañana siguiente, Diana fue decapitada en el mismo lugar donde Kayden había dado su último aliento.

 

Athena: Oh… una historia de traición y venganza. Ya en una escena Kayden me ha caído bien; parece una persona íntegra. Supongo que irá entre elementales de luz y oscuridad, ¿eh? Estoy ansiosa por verlo. ¡Empezamos nueva novela, chicos!

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