Capítulo 2
De repente recuperó el conocimiento. El aire le inundó los pulmones.
Diana tosió con fuerza, incapaz de abrir bien los ojos. Se giró de lado e inconscientemente levantó la mano para palparse el cuello.
«¿Por qué mi cuello está… unido?»
Al surgir esta pregunta, abrió los ojos de golpe. Diana se incorporó rápidamente, apoyando la mano sobre la suave tela que le tocaba el rostro.
—Mi habitación…
Un murmullo confuso escapó de sus labios. Sus ojos azul violeta recorrieron la habitación, temblando de incertidumbre.
Un ligero olor a polvo le hizo cosquillas en la nariz, y la tenue luz del amanecer se filtraba en la habitación. Un pequeño espacio que fácilmente podría confundirse con un almacén, que efectivamente se usaba como tal. Esta era la habitación que Diana había usado en la mansión Sudsfield. Es decir... hasta hace cinco años.
Después de quedar bajo el ala de Rebecca, supo que se habían deshecho de la cama y la habían convertido en un trastero.
«¿Es un sueño?» Diana parpadeó confundida y extendió la mano. Con la palma hacia arriba, movió su magia y habló.
—Hillasa.
Su voz grave resonó en el aire. De inmediato, pequeñas bolas de polvo negro aparecieron en su palma. Diez bolas de polvo se materializaron enseguida. Sorprendentemente, lo que parecía simple polvo desarrolló ojos como botones y extremidades filiformes.
Los espíritus oscuros de bajo nivel, Hillasa, cayeron sobre la cama. Revolcándose sobre la manta, se reunieron junto a Diana, chillando.
«Puedo sentir claramente la sensación de usar magia. Esto no parece un sueño...»
Sus llantos lastimeros, como de pajaritos extrañando a su madre, hicieron que Diana sonriera torpemente y le ofreciera el dedo.
—Sí, soy yo. ¿Estás bien? No sé cuánto tiempo ha pasado. No entiendo la situación.
—¡Qué rico!
—…Oh, ¿tienes hambre?
Diana se sintió un poco avergonzada. Retiró la mano de la Hillasa y chasqueó los dedos. Pequeños pétalos negros cayeron del aire.
Los Hillasa chillaron y agarraron los pétalos, abriendo la boca de par en par y tragándoselos. Siempre era una visión extraña, así que Diana suspiró mientras reunía su magia.
Negando con la cabeza, le habló a Hillasa:
—¿Ya te sientes mejor? ¿Puedes traerme un calendario? Hace tanto que no vengo. No recuerdo dónde está nada.
Tras darse un festín con los pétalos hechos con el maná de Diana, los Hillasa piaron alegremente y abandonaron la cama. Revolvieron los rincones de la habitación y pronto encontraron un trozo de papel, que se llevaron a Diana.
—Gracias. —Diana les dio las gracias brevemente y miró el calendario. Recorrió con los dedos las fechas marcadas y luego hizo una pausa, conteniendo la respiración.
Año 867… Sus ojos azul violeta temblaron.
Diana se tocó el cuello con expresión confusa. Sintió el pulso. Y su piel estaba caliente. Aún recordaba vívidamente la sensación del corte en el cuello.
«Si es el año 867… eso fue hace cinco años».
Un calendario de hace cinco años. La habitación y la cama que usó hace cinco años.
Con una sensación de déjà vu, Diana se levantó y miró por la ventana. Detrás del edificio principal, vio a los sirvientes afanándose, preparándose para recibir a los invitados. El clima estaba perfectamente despejado, tal como lo recordaba.
¿Era todo esto una coincidencia?
Con expresión endurecida, Diana se giró y encontró un espejo en un rincón de la habitación. Agarró la tela que lo cubría y lo apartó, dejando escapar un suspiro.
—…Ah.
Sus dedos temblorosos tocaron el espejo. No era el rostro desfigurado y lleno de costras, sino un rostro juvenil y redondo, aunque algo apagado, el que se reflejaba en el espejo. Con su larga y despeinada cabellera rosa. El rostro de Diana Sudsfield, de veinte años.
La textura áspera del polvo en las yemas de sus dedos era inconfundible. El frío del suelo le hacía doler los pies. Al darse cuenta de que era la realidad, sus recuerdos antes de morir se aclararon.
Diana apoyó la frente en el espejo y cerró los ojos.
«Rebecca…»
Si realmente aquello era el pasado, en realidad había regresado al momento en que se conocieron por primera vez.
«Yo... no creo que pueda volver a quererte después de que me abandonaste una vez». Sus ojos azul violeta se oscurecieron.
Mientras caminaba por la habitación, Hillasa se fundió silenciosamente con su sombra.
—¿A dónde vas a esta hora, Diana?
Diana, vestida con una vieja capa, se detuvo en seco al oír una voz. Miró hacia la puerta trasera del edificio principal.
Allí, bajando las pulidas escaleras, se encontraba un joven de aspecto delicado. Su cabello, pulcramente peinado, era de color caramelo claro y sus ojos, de un azul violáceo más claro que los de Diana. Era Millard Sudsfield, su medio hermano y heredero del vizcondado.
—Deberías saber qué día es. ¿Qué pensará la primera princesa de la familia Sudsfield si te ve vagando así? —El elegante porte de Millard contrastaba con la mirada gélida que le dirigió a Diana, más fría que una helada de pleno invierno.
Ignorándolo, Diana murmuró para sus adentros:
—Intento evitar conocer a la primera princesa.
Antes de su regresión, fue gracias a este “joven amo” que Rebecca Dune Bluebell visitó la mansión Sudsfield y conoció accidentalmente a Diana.
El actual vizconde Sudsfield era originalmente comerciante. Conoció a la madre de Diana durante un viaje de negocios por un pueblo. Pero tras descubrir una mina de diamantes de ópera en las áridas tierras del norte, acumuló una inmensa fortuna y adquirió un título de vizconde, convirtiéndose en noble. En lugar de regresar a su ciudad natal, el recién ascendido vizconde Sudsfield decidió casarse con una noble, la actual vizcondesa. Esto era algo común en aquella época.
Un noble de bajo rango con riqueza y ambición. Rebecca debió verlo como una buena presa.
En aquella época, Rebecca Dune Bluebell, la primera princesa, era la persona imperial más influyente después del tercer príncipe en aspirar al trono. Para asegurar su posición, Rebecca puso la mira en la riqueza casi ilimitada de los Sudsfield, y el vizconde buscó elevar el estatus de su familia asociándose con una posible futura emperatriz. Su solución fue el método más clásico y eficaz: el matrimonio.
Aunque sólo terminó con compromiso…
Más tarde, Rebecca sedujo a Millard, despojó a la familia Sudsfield de su fortuna y los asesinó. Fue en parte como venganza por Diana, quien se había convertido en su leal subordinada. Pero principalmente porque Rebecca nunca tuvo la intención de cumplir su acuerdo con los Sudsfield.
Obviamente estaban contentos.
—Vuelve rápido a tu habitación. No olvides que no debes aparecer mientras Su Alteza esté aquí.
Como era el día de formalizar el compromiso con la primera princesa, Millard lucía más refinado que de costumbre. Su apariencia elegante y atildada parecía calmar la atmósfera a su alrededor.
Pero Diana, cabizbaja, tenía una expresión triste. ¿Cómo podía ser tan poco aterrador…?
Diana, que había vivido como espada, mano y sombra de Rebecca durante cinco años, ya no se sentía intimidada por las amenazas de Millard.
«Pero no puedo matarlo de inmediato».
Si mataba a Millard por capricho, los guardias la atraparían y la ejecutarían. Eso no era lo que Diana quería.
«Me abandonaste una vez, así que debo abandonarte una vez para que sea justo». Bajo su capucha, sus ojos se oscurecieron.
Ver el trono que Rebecca tanto anhelaba pasar a otra persona. Acabar con la vida de Rebecca sin dejar rastro. Ese era el objetivo de Diana en esta vida.
—Lo siento, milord.
Para lograrlo, primero necesitaba lidiar con la molestia inmediata. Diana intentó recordar su comportamiento de hacía cinco años.
—Quería ver la procesión de Su Alteza desde lejos, pero supongo que no es apropiado para alguien como yo. Me disculpo por andar por ahí sin comprender las intenciones del vizconde y del señor. Regresaré a mi habitación.
Cuando bajó la mirada y habló en voz baja, la satisfacción apareció en los ojos de Millard.
—Bien. Al menos entiendes cuál es tu lugar. Ahora, vete.
—Sí, milord. —Diana actuó con sumisión, como correspondía a una hija ilegítima.
Millard, satisfecho, se dio la vuelta y regresó a la mansión. Fue entonces cuando el dobladillo del vestido de Diana ondeó.
—¡Aaack !
Millard, a punto de dar un paso, cayó con un fuerte ruido. Se golpeó la cara contra las escaleras. Su grito hizo que los sirvientes corrieran presas del pánico.
—¡Dios mío, milord!
—¡Llamad al médico rápidamente!
—¡Aah ! ¡Mi nariz! ¡Mi nariz está...! —Millard estaba frenético, intentando contener la sangre que le salía de la nariz. La ropa que se había puesto con tanto esmero era ahora un desastre sangriento, un espectáculo demasiado espantoso para mirarlo.
Nadie se dio cuenta de las pequeñas bolas de polvo que rodaban a sus pies, ya que todos estaban demasiado concentrados en la conmoción.
Athena: Pff jajaja. Estúpido.