Capítulo 129
—¡Aaaagh!
Un grito resonó por la prisión subterránea. Con un suspiro, el guardia pensó: «Aquí vamos de nuevo».
El marqués Redwood.
Un hombre dijo una vez que tenía tal poder que incluso los pájaros caerían del cielo ante sus órdenes, pero incluso después de ser encarcelado, no perdió su espíritu; en cambio, proclamó en voz alta que el justo y recto emperador pronto lo liberaría.
Debido a esa actitud audaz, los soldados que montaban guardia no tuvieron más remedio que ser respetuosos con el marqués Redwood, incluso si era un criminal. Aunque sabían que no debían hacerlo, incluso le contaron lo que quería saber sobre el mundo exterior.
Pero el marqués de Redwood se había vuelto completamente loco.
Ahora, resistiéndose al sueño como si estuviera poseído por un fantasma, el marqués no parecía nada más ni nada menos que un lunático delirante.
—¡Ya basta! ¡Vamos!
El guardia gritó con voz irritada. Casi había desaparecido cualquier formalidad al referirse al marqués. De haber estado en su sano juicio, el marqués seguramente habría protestado con furia ante tal insolencia, pero ahora parecía incapaz de distinguir quién le gritaba.
El marqués se acurrucó y se retiró al rincón más alejado de su celda solitaria. Su ropa sucia estaba empapada de sudor frío, absorbiendo el calor de su cuerpo ya helado. Aunque no había ventanas que dejaran entrar el viento invernal, la prisión, en las profundidades subterráneas, era aún más fría que la superficie. Un frío glacial impregnaba el aire.
Clac, clac... sus dientes castañeteaban ruidosamente. Fuera lo que fuese lo que tanto temía, el marqués arañaba el suelo de piedra con los pies, empujando desesperadamente contra la pared inamovible, como si intentara escapar de algo.
—Ah…
Al ver su estado, el guardia suspiró.
—¿Sabes siquiera cuántos días llevas así? ¿Sabes qué hora es? Hay un límite para el tormento que se puede dar a una persona. ¿Qué se supone que debemos hacer si gritas así día y noche?
Las quejas del guardia no pararon. Pero el marqués no respondió, como si no pudiera oír. Simplemente se mordió la uña sucia y miró con miedo el aire tras el guardia.
—¡No te acerques! ¡Te dije que te alejaras!
De repente, se oyó otro grito. El marqués arañó el aire con las uñas, como si alguien atravesara los barrotes de la celda para acercarse a él.
Al ver que el marqués ponía los ojos en blanco, el guardia se estremeció y retrocedió. A esas horas, el comportamiento del marqués le provocó escalofríos. De verdad parecía que había un fantasma allí.
Con expresión sombría, el guardia regresó a su asiento. Los gritos seguían sonando tras él, pero él, obstinadamente, cerró los ojos y se sentó, fingiendo no oír.
Al amanecer y llegar el cambio de turno, otro soldado bajó a relevarlo. Medio dormido, el guardia, harto de la constante locura del marqués, temblaba de pies a cabeza.
—¿Qué... qué le pasa?
El sonido era como el aullido de una bestia. O el lamento de un pecador arrojado al infierno: extraño y espeluznante.
El soldado de reemplazo frunció el ceño. Era su primera vez custodiando la prisión subterránea, así que desconocía el reciente cambio de comportamiento del marqués. El otro guardia negó con la cabeza.
—Es como si de repente se volviera loco.
—¿Desde cuándo está así? ¿No deberíamos detenerlo o algo?
—Inténtalo si puedes. Desde que llegó el archiduque, no ha descansado ni un segundo. Siento que soy yo quien está siendo torturado.
Con el rostro cansado, el guardia rápidamente agarró sus cosas y se levantó. Solo quería salir de allí cuanto antes.
—Me voy. Ha estado armando jaleo toda la noche, volviendo loca a la gente. ¡Uf!
Le entregó las llaves de la prisión a su sustituto sin decir nada más. Ante las quejas, el soldado recién llegado se encogió de hombros con indiferencia.
—Si ha estado así toda la noche, quizá se calme. Parece que llegué en un buen momento.
Ante eso, el otro guardia soltó una risa hueca.
—Ya veremos. Pronto lo sabrás.
Y, en efecto, pocas horas después, se dio cuenta de que nada de lo que había dicho el guardia nocturno había sido una exageración.
—Esto es un sueño... todo un sueño... Estoy soñando, de verdad. Un sueño finamente elaborado por ese cabrón de Lyle Grant.
El marqués apretó los dientes, jurando que los mataría a todos una vez que despertara del sueño, solo para gritar repentinamente disculpas y pedir perdón.
—¡Perdón! ¡Lo siento...! ¡He cometido un pecado mortal! ¡Perdóname, por favor...!
Y a veces, como si viera los fantasmas de su difunta esposa y de su hijo, temblaba de miedo y armaba un alboroto.
—¡Ay! ¡Atrás! ¡Ya estás muerta! ¡Hijo, detén a tu madre! ¡Rápido!
Los gritos y alaridos resonaban una y otra vez por toda la prisión, donde solo había un recluso. Su comportamiento errático —riendo un momento, maldiciendo a alguien al siguiente— parecía la viva imagen de la locura. El guardia, al igual que su colega la noche anterior, tenía cara de asco y se tapó los oídos.
No podía dormir. Cada noche, si se quedaba dormido, los que había matado venían a visitarlo. Pero permanecer despierto solo difuminaba la línea entre la realidad y el sueño.
¿La prisión era un sueño? ¿O era el mundo real? ¿Qué clase de persona era en el mundo real? ¿Quién era?
Fleang Redwood. De esa manera, se perdió por completo.
A veces, era un anciano que disfrutaba de una próspera vejez, reconocido por el emperador por sus servicios. Su hijo mayor, quien heredó su título, había encumbrado tanto el apellido familiar que la Casa Redwood llegó a ser más distinguida incluso que el duque de Winchester.
En otras ocasiones, fue el vasallo más brillante del archiduque del Norte. Siguiendo las órdenes del archiduque anterior, ayudó a Lucin Grant y demostró su talento. Bajo el sabio gobierno de Lucin Grant, el Norte experimentó una inmensa prosperidad, y Fleang, incluso más confiable que Shawd, finalmente se convirtió en el señor de Pendita.
Y a veces, llevaba una vida sencilla. Cuando los Caballeros del Norte se disolvieron tras una campaña punitiva en Mabel, él, queriendo salvar su vida, abandonó la orden. Al regresar a su pueblo natal, vivió una vida normal con su esposa. Aunque se le consideraba Barón, su pequeño feudo rural era todo lo que tenía. Aun así, era una vida mejor que cuando la muerte acechaba constantemente, así que dejó atrás la ambición y vivió contento con lo que le daban.
Luego, en algún momento, recuperaría el sentido y se arrastraría por el frío suelo de la prisión.
Había matado al anterior archiduque. Había matado al heredero. Había hecho que mataran a su esposa y a su hijo mayor. Y en el momento en que comprendió que esto era la realidad, los fantasmas de los muertos se precipitaron hacia él.
—¿Por qué me mataste? ¿Por qué me mataste? ¡Dime, dime!
A veces gritaba. A veces suplicaba perdón. Otras veces gritaba de rabia. Pero hiciera lo que hiciera, los fantasmas no desaparecían. Solo se acercaban, justo a la cara, mirándolo fijamente mientras gritaban:
—¿Por qué me mataste, Fleang Redwood? ¡Responde! ¡Por qué me mataste!
Cuando su mente se vio al límite, el marqués se desmayó. Entonces el ciclo se repitió. Todos los futuros que una vez se le abrieron: podría haber vivido en una modesta felicidad, podría haberse conformado con lo que tenía, tenía tantos caminos.
Y en medio de esas ilusiones, despertar a la realidad no fue nada menos que un infierno.
Con cada día que pasaba, el marqués se marchitaba visiblemente. En tan solo unos días, parecía un anciano que había envejecido décadas de la noche a la mañana. Su cuerpo se demacró, sus ojos perdieron la luz y su cabello se volvió completamente blanco.
Debido a esto, los guardias recibieron algunas órdenes adicionales. Hasta el día del juicio, el marqués no debía morir. Si algo sucedía y moría, los soldados podrían convertirse en chivos expiatorios en un conflicto entre dos grandes casas: Grant y Redwood.
Los guardias alimentaron a la fuerza al marqués, quien se negaba a comer, y le pusieron inyecciones para dormirlo. Pero no sirvió de mucho. Cada vez que despertaba, su estado empeoraba. Para entonces, ni siquiera gritaba. Solo murmuraba para sí mismo, maldiciendo, maldiciendo...
Y así, la vida del marqués, que parecía a punto de morir en cualquier momento, se alargó día a día. A nadie le importó que se hubiera vuelto loco. Su única preocupación era mantenerlo con vida.
Y luego, algún tiempo después…
Por fin llegó el día del juicio público.
Athena: Es lo que te mereces, sucio asqueroso. Y lo mejor, es que es tu propia mente la que te ha castigado.